
"¡Te he dicho cien veces que no hagas eso!". Las palabras accidentales de mi esposo a mi amiga, a quien pensé que nunca había conocido – Historia del día
Cuando mi mejor amiga conoció a mi esposo, establecieron un incómodo contacto visual, pero lo ignoré. Horas después, su arrebato de ira contra ella por una bolsa de patatas fritas hizo que se me parara el corazón. "Te he dicho cien veces que no hagas eso", me dijo. Pero, ¿cómo podía ser?
Era el primer día cálido de la primavera, de esos que te dan ganas de dejar todas las ventanas abiertas y dejar que el suave viento inunde la casa.
Podías oler la tierra descongelada y las lilas en la brisa, como si el mundo se despertara de una larga y fría siesta.
Justo después del mediodía, el pequeño auto rojo de Laura entró en nuestro camino de grava. Levantó un rastro de polvo que quedó suspendido en el aire un momento antes de caer sobre los escalones del porche. Me limpié las manos en el delantal y salí.
Ella salió con unas gafas de sol demasiado grandes para su cara y una bolsa con un girasol.

Solo con fines ilustrativos | Fuente: Midjourney
"Ahí está", dije, con una amplia sonrisa.
"Hola, forastera", respondió ella, con una voz tan ligera y amable como recordaba.
Nos abrazamos como si no hubiera pasado el tiempo, aunque habían pasado cuatro años y no pocas llamadas perdidas.
Dentro, el aire olía a canela y cera para madera. La conduje al salón, donde Ethan estaba reclinado en su sillón, hojeando una revista.
"Ethan, ésta es Laura", dije, con un poco de emoción en la voz.

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Ethan se levantó y se limpió las manos en los vaqueros antes de tenderle la mano. "Encantada de conocerte".
Laura también extendió la mano. Sus miradas se cruzaron.
Sólo duró un segundo, quizá dos, pero fue suficiente. La sonrisa de él se tensó. La de ella vaciló.
Algo extraño pasó entre ellos. Un destello de sorpresa. Un destello de algo que no podía nombrar. Tal vez incomodidad. Quizá algo más.
Pero luego desapareció. Se estrecharon la mano y asintieron cortésmente, como extraños en una reunión de trabajo.
Me dije que no era nada. Quizá sólo estaban incómodos. No a todo el mundo se le dan bien los primeros encuentros.

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Laura y yo pasamos la tarde en la cocina. El pan de plátano salió demasiado oscuro por abajo, pero no importó.
Nos reímos como en los viejos tiempos, las manos espolvoreadas de harina, las cucharas tintineando en cuencos de cristal.
Ethan se quedó en el garaje. No hablaba mucho, pero así era Ethan. Siempre le gustó su espacio.
Al anochecer, nos acomodamos para ver un viejo programa policíaco. Laura estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la alfombra, Ethan en su sillón reclinable y yo en el sofá, con los pies metidos debajo.
La habitación parecía tranquila. Familiar.

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Pero algo zumbaba bajo la superficie, silencioso pero agudo, como una emisora de radio apenas desafinada.
Era agradable. Cómodo.
Hasta que dejó de serlo.
Observamos el espectáculo como niños en un espectáculo de fuegos artificiales del 4 de julio: con los ojos muy abiertos, inclinados hacia delante, adivinando en voz alta quién era el asesino, exclamando cada vez que se producía un giro. Me sentí bien.
Normal. Como si fuéramos tres personas pasando el rato en una tarde tranquila.
Le pasé un cuenco de patatas fritas. "¿Quieres?".

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Laura metió la mano como si fuera un salvavidas. "Dios mío, sí. No he comido desde el desayuno".
Masticó las patatas como si fuera la primera comida de verdad que comía en semanas. Crujían. Crujientes. Crujido. Fuerte. Húmedo. Constante.
Intenté ignorarlo. Era una invitada. No llamas la atención a alguien por masticar ruidosamente cuando está sentado en tu alfombra, sonriendo y riendo como en los viejos tiempos.
Pero noté que Ethan se movía en su asiento.
No apartó la vista de la pantalla, pero pude ver cómo apretaba la mandíbula. Sus dedos golpearon el brazo del sillón reclinable.
Entonces su rodilla empezó a rebotar: un movimiento pequeño, pero rápido.

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Conocía esa mirada. Odiaba que cualquiera masticara fuerte. Una vez dijo que le picaban los dientes, como clavos en una pizarra dentro de su cabeza. Aun así, pensé que se aguantaría.
Cruje. Cruje. Crujir.
Entonces Ethan golpeó con la mano el sillón reclinable. El crujido de la piel contra la madera me hizo saltar.
"¡Te he dicho cien veces que no hagas eso!", espetó.
Las palabras cortaron el aire como una cuchilla fría.
Laura se quedó inmóvil, con una astilla a medio camino de la boca. Sus ojos se abrieron de par en par, sus labios se entreabrieron y la ficha cayó sobre su regazo. Me incorporé, con el corazón latiéndome en el pecho.

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"¿Qué?", pregunté. Mi voz salió más débil de lo que esperaba.
Las dos me miraron, con los rostros pálidos, inmóviles.
Laura parpadeó rápidamente. "No, no, no es lo que piensas", dijo. La voz le tembló un poco. Se quitó las migas de los vaqueros con los dedos.
Ethan se aclaró la garganta. "No quería decir eso. Sólo quería decir... Odio ese sonido".
"Ya me lo habían dicho antes", soltó Laura, con palabras rápidas y nerviosas. "Es decir, me han dicho que no les gusta que mastique fuerte... Es sólo una extraña coincidencia".
Me quedé mirándolos. Sentía la garganta seca. "¿Se conocen?", pregunté.

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Ethan se frotó la nuca. Laura jugueteaba con la bolsa de patatas fritas como si contuviera respuestas.
"Te lo juro", dijo. "No nos conocemos. Nunca. Es que... es raro".
Ethan asintió con demasiada rapidez. "Sí. Raro".
Pero la forma en que se miraban -no largamente, sino con frecuencia- decía algo totalmente distinto.
Y mi instinto me decía que la verdad seguía oculta.
No sé qué me impulsó a hacerlo. Quizá fue la forma en que Ethan no pudo mirarme a los ojos aquella mañana.
O lo rápido que recogió sus llaves y apenas me besó la mejilla al salir. Ni un "hasta luego", ni un "que tengas un buen día". Simplemente se fue.

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Algo se retorció en mi estómago. Algo que susurraba: síguele.
Diez minutos después de que se fuera, estaba en mi auto. Ni siquiera tomé el bolso. Sólo me puse una sudadera con capucha, me calcé los zapatos y arranqué el motor.
Me dije a mí misma que estaba siendo tonta. Paranoica. Pero me temblaban las manos al sujetar el volante.
Conocía de memoria su ruta al trabajo: pasaba por el viejo almacén de piensos y giraba a la izquierda en los silos de grano. Pero hoy, a mitad de camino, ha girado a la derecha.
No hacia el trabajo.
Se me cortó la respiración. Solté el acelerador y le seguí, lo bastante lejos para que no me viera, pero lo bastante cerca para no perderle de vista. Mis dedos agarraron el volante hasta que los nudillos se me pusieron blancos.

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Aparcó delante de un pequeño café a las afueras de la ciudad. Uno de esos lugares acogedores con plantas colgantes y letreros de madera desconchada. Un lugar en el que nunca habíamos estado juntos.
Me detuve al otro lado de la calle, con el corazón latiéndome como un tambor en el pecho.
Entonces la vi.
A Laura.
Se acercó despreocupadamente, como si ya lo hubiera hecho antes. Llevaba el cabello suelto sobre los hombros. Llevaba ese jersey verde suave que siempre le gustaba. Sonrió al verle.
Y él le devolvió la sonrisa.

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Ese fue el momento en que todo dentro de mí se vino abajo. Como un plato haciéndose añicos en el suelo de mi pecho.
Se conocían. Se habían estado viendo.
No sólo aquella noche. No sólo por accidente.
Estaba planeado.
Me quedé helada, mirando a través del parabrisas. Me temblaban las manos. Se me hizo un nudo en la garganta. Quería entrar corriendo en aquel café, golpear la mesa con el puño, gritarles a los dos. Quería respuestas.
Pero no podía moverme. Ni siquiera podía respirar bien.

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No era sólo rabia. Era vergüenza. Humillación. Como si el mundo entero se hubiera enterado de algo que yo no había visto.
Giré la llave. El motor zumbó.
Y conduje hasta casa. No rápido. Ni despacio.
Sólo rota. Y sola.
En cuanto crucé la puerta principal, algo dentro de mí se rompió. Me flaquearon las rodillas.
Dejé caer las llaves al suelo y me agarré al borde de la encimera de la cocina para mantenerme en pie.
Entonces aparecieron las lágrimas. Fuertes y rápidas.

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Lloré el tipo de llanto que había estado escondido dentro durante demasiado tiempo: el pecho agitado, la boca abierta pero en silencio, los puños apretados alrededor del frío granito.
Sentí como si hubieran aspirado todo el aire de la casa. Mis sollozos resonaban en las paredes como si no me pertenecieran.
Al cabo de un rato, cuando el llanto se redujo a respiraciones agitadas y manos temblorosas, me puse en pie y me dirigí al dormitorio.
Empecé a hacer la maleta.
No con un plan. No con lógica. Simplemente abrí cajones y saqué cosas. Vaqueros. Camisetas. Un jersey que hacía meses que no me ponía. Mi cepillo de dientes.

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Calcetines. Un bote de champú a medio usar. Lo metí todo en mi vieja bolsa de deporte, la que tenía la cremallera rota.
Entonces vi la foto, la de nuestra noche de bodas. Llevaba años sobre el cajón de la mesilla de noche.
Yo con mi vestido, Ethan con su traje gris, los dos riéndonos en la cocina de nuestro primer apartamento, sosteniendo trozos de pastel. La miré durante un largo segundo.
Ahora la odiaba.
Pero no podía dejarla atrás.
La metí en el bolsillo delantero del bolso.

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No quería oír su voz. No quería ver su cara. Sólo necesitaba salir. No sabía adónde iba, pero cualquier sitio tenía que ser mejor que aquí.
Entonces oí abrirse la puerta principal.
Ethan entró como si todo fuera normal. Sus botas repiquetearon contra el suelo de madera.
"Hola", llamó. Oí caer sus llaves en el cuenco que había junto a la puerta. "¿Por qué lloras? ¿Qué te pasa?".
Me quedé paralizada.
Me giré lentamente, sin mirarle.
"Me has mentido", dije, con la voz apenas firme.

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"Espera, ¿qué...?".
"Eres un mentiroso. Un tramposo. Te vi con ella".
Dejó de caminar. Oí cómo el silencio llenaba la habitación entre nosotros.
"Puedo explicártelo", dijo, más suave ahora.
"No quiero tus mentiras", espeté. "Ya he visto bastante".
"No es lo que crees. Por favor, deja que te lo explique".
"¡Me da igual!", grité, recogiendo mi bolso y echándomelo al hombro. "Se acabó vivir en una mentira".

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Pasé a su lado de un empujón, ignorando cómo me tendía la mano.
Bajé corriendo los escalones del porche. Mis pies golpearon las tablas como martillazos.
Ni siquiera sentí el frío cuando entré en el auto. Simplemente conduje.
No sabía adónde iba. Sólo sabía que tenía que alejarme. Estar lejos de él. Lejos de todo.
Me detuve en un motel de carretera a diez minutos por la autopista, de esos con carteles parpadeantes y almohadas rígidas.
Me daba igual. Necesitaba espacio. Un lugar donde llorar sin ser observada. Un lugar donde averiguar cómo volver a empezar.
Me senté en la cama, aún con el abrigo puesto. Con la maleta a medio cerrar y la foto de nuestra boda boca abajo sobre la mesilla de noche. Sentía que toda mi vida, la que creía tener, había desaparecido.

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Entonces llamaron a la puerta.
Al principio no contesté. Pero el segundo golpe fue más suave. Casi cuidadoso.
Abrí la puerta. Era Laura.
"Sé que soy la última persona a la que quieres ver", dijo. Tenía los ojos enrojecidos y el rímel corrido.
No hablé. Sólo la dejé entrar porque no tenía fuerzas para dar un portazo.
"Quiero a Ethan", dijo, con voz grave. "Supongo que ya lo sabías".
Asentí con la cabeza. Me quedé con los brazos cruzados sobre el pecho.

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"Pero quiero decirte algo que no sabes".
Se sentó en el borde de la silla como si no perteneciera a la habitación.
"Estuvimos juntos. Hace años. Justo antes de que le conocieras. Me escapé. Tenía miedo de estar con él, de mí misma, de todo.
Ni siquiera me despedí. No tenía ni idea de lo que me había pasado. Pensó que había desaparecido".
Parpadeé, con los labios temblorosos.
"Cuando lo vi en tu casa, me di cuenta. Había tirado todo por la borda. Intenté hablar con él. Quería... algo. Pero me rechazó".

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Levantó la mirada hacia mí.
"Dijo que te quería. Sólo a ti. Dijo que el pasado no importa. Sólo quiere su vida contigo".
Una lágrima resbaló por su mejilla.
"Sé que metí la pata. Y esto duele. Pero necesitaba que supieras la verdad".
Me senté lentamente. Sus palabras se hundieron en mi pecho como agua caliente después de una tormenta.
"Perdí mi oportunidad con él", dijo. "No pierdas la tuya".

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Se marchó en silencio.
Y yo me quedé allí, en la quietud. Pero algo había cambiado. La niebla de la traición se había disipado.
Él me quería.
Y yo seguía queriéndole.
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Este relato está inspirado en la vida cotidiana de nuestros lectores y ha sido escrito por un redactor profesional. Cualquier parecido con nombres o ubicaciones reales es pura coincidencia. Todas las imágenes mostradas son exclusivamente de carácter ilustrativo.