
Compré un piano viejo en una venta de garaje, pero al presionar las teclas, cayó una carta oculta titulada "Para mi querida nieta" – Historia del día
En un tranquilo paseo de sábado, me tropecé con una venta de garaje y encontré algo más que un piano polvoriento – encontré una carta oculta, metida entre sus cuerdas, que contenía un secreto destinado a una nieta que nunca había conocido. El secreto del sueño perdido de alguien que deseaba devolver a su dueño.
Me gustaba pasear los sábados.
Evitaba que mi mente se desgarrara, que las preocupaciones dieran vueltas como perros inquietos.
Mis pies se sabían la ruta de memoria: aceras bordeadas de setos recortados, hierba recortada al milímetro, dibujos de tiza garabateados en las calzadas como pequeñas oraciones dejadas atrás por niños que creían en el color más que en las reglas.
También me gustaba cruzarme con las familias. Los padres se inclinaban sobre los cochecitos, con los hombros rígidos por el orgullo y la fatiga.

Imagen con fines ilustrativos | Foto: Morelimedia
Las madres aplaudían y vitoreaban a los niños en bicicletas tambaleantes, con voces agudas y brillantes como campanas. A veces me dolía el sonido de su alegría, pero seguía caminando.
La música me había salvado una vez, aunque mis padres no habían aplaudido. Se habían quedado con los brazos cruzados, sacudiendo la cabeza, con voz dura.
Es un hobby, no una vida. Madura.
Aquellas palabras seguían cortando, incluso años después. Recordé la noche en que salí de casa a los diecinueve años con un abrigo de segunda mano que olía a polvo y lluvia, y un teclado barato en torpe equilibrio sobre el regazo.

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Estaba aterrorizada. Aterrorizada, pero obstinada. Toqué a pesar del miedo hasta que éste se redujo a algo con lo que podía vivir. De algún modo, me convertí en pianista.
Aquella mañana, un cartel pintado a mano me llamó la atención: VENTA DE JARDÍN.
Las letras torcidas me señalaron una entrada abarrotada de reliquias: lámparas viejas, gansos enmarcados que no volaban a ninguna parte, una caja flácida de cintas VHS.
Un hombre con gorra de béisbol levantó la vista del desorden, con las manos metidas en los bolsillos.
"¿Ves algo que te guste?", preguntó.

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Sonreí, me encogí de hombros, dispuesta a seguir avanzando. Entonces lo vi.
Un piano espineta apoyado contra la pared del garaje. Acabado en nogal, teclas sorprendentemente limpias.
Un fino velo de polvo lo cubría, no del tipo descuidado, sino del que aparece cuando algo ha estado guardado en un rincón, esperando, recordado.

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El amor había vivido una vez aquí. Lo sentí.
Se me cortó la respiración. "¿De quién era?".
La mandíbula del hombre se tensó.
"Mi suegra. Falleció el año pasado. Ya... era hora".

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Su voz se quebró al pronunciar la palabra y volvió a endurecerse. "Tómalo por cien. Sólo quiero que desaparezca".
Me acerqué y pasé la mano por la tapa. La madera estaba caliente bajo el sol de la mañana.
"Vale más".
Se encogió de hombros, desviando la mirada. "Sólo es una caja grande que hace ruido".

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¿Cuántas veces había oído lo mismo, con otras palabras?
Aun así, saqué el teléfono y llamé a los de la mudanza. Prometieron dos horas. Conté doscientas.
El hombre parpadeó pero no discutió, se limitó a meterse los billetes en el bolsillo como si nada.
Esperé en la acera, inquieta. Al otro lado de la calle, apareció un rostro pequeño en una ventana.

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Era una niña. Diez años, quizá. Cabello castaño enredado alrededor de unos ojos pálidos. Miraba el piano con tristeza.
Levanté una mano. La niña no me devolvió el saludo.
Sólo apretó más la cara contra el cristal, observando cómo los de la mudanza levantaban el instrumento, lo sujetaban con correas y cerraban las puertas del camión con un portazo hueco.

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Finalmente, con un último empujón, se deslizó hasta colocarse en su sitio contra la pared del fondo. Cuando se marcharon, el apartamento pareció exhalar. La puerta se cerró con un chasquido y el silencio que siguió resultó extraño – denso y expectante.
El piano parecía pertenecer ya a aquel lugar, como si me hubiera estado esperando.
Pasé la mano por la tapa y me senté en el banco. Mis dedos flotaron un instante sobre las teclas.

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Pulsé una, luego otra. Una escala sencilla – Do, Re, Mi. Y luego... un ruido. Un zumbido sordo, agrio y equivocado, como algo atascado en la garganta.
Fruncí el ceño y volví a intentarlo. El mismo ruido. Se me hizo un nudo en el estómago. Me acerqué más, acercando el oído a las cuerdas. Algo dentro estaba atrapado.
Con cuidado, retiré el panel frontal, mis dedos torpes, nerviosos.

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El polvo se agitó en el aire, transportando el tenue aroma de la madera vieja. Entre las cuerdas del bajo, lo vi: un destello amarillo, encajado profundamente, obstinado. Me temblaron las manos cuando tiré de él.
Era una carta. Doblada en pequeño, los bordes blandos por la edad.
El papel olía ligeramente a cedro y perfume, como un cajón que no se hubiera abierto en años. En el anverso, escrito a mano en bucle:

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Para mi adorable nieta.
Las palabras se desdibujaron durante un segundo. Se me oprimió el pecho.
Lentamente, la abrí. La tinta estaba descolorida pero aún viva, cada palabra grabada con esmero.
Cariño, si encuentras esto, significa que este piano está a tu cuidado. Tu padre dice que la música es ruido. Olvida que el ruido es la forma en que un pájaro atrapado encuentra el cielo...

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Leí cada línea dos veces, como si pudiera sacar fuerzas de las propias letras.
La mujer había escrito sobre manos doloridas, sobre ahorrar dólar tras dólar, sobre negarse a abandonar incluso cuando se burlaban de ella. Cada frase contenía una lucha que yo había vivido.
Cuando llegué a su nombre – Con amor, Evelyn –,me ardía la garganta. Apreté el papel contra el pecho y cerré los ojos.

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Este instrumento no debía ser mío. Era suyo.
***
Volví al día siguiente, con el corazón latiéndome más fuerte de lo debido por llamar a la puerta de una desconocida.
La casa tenía el mismo aspecto que antes – pintura desconchada cerca del porche, un carillón de viento repiqueteando en la brisa –, pero sentí el peso de la carta en el bolsillo como si quemara a través de la tela.
La puerta se abrió. El hombre de la gorra de béisbol llenaba el marco.
Desde el interior se oía una televisión en la que los locutores deportivos gritaban nombres y una multitud rugía lo bastante fuerte como para hacer vibrar las paredes.

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"¿Ya has vuelto?", dijo, alzando las cejas. "Ahora el piano es tuyo".
Levanté la carta entre dos dedos. "Encontré esto dentro".
La miró, apenas interesado, con la boca torcida en una media sonrisa.
"Mamá escribía mucha basura sentimental".
"Era para su hija", dije, más cortante de lo que pretendía.

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Al oír la palabra hija, algo parpadeó en su rostro, una sombra de dolor rápidamente cubierta por un encogimiento de hombros.
Se apoyó en el marco de la puerta, cruzado de brazos.
"Emma. Sí, solía aporrear esa cosa noche y día. No podía oírme pensar. Seamos realistas – ¿qué probabilidades hay de que consiga algo? Mejor que se centre en la escuela. En Derecho. Una abogada puede alimentarse sola. ¿Músicos? Eso es ruido".

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Sus palabras cayeron como piedras en mi estómago. Abrieron recuerdos que creía haber enterrado: mis padres de pie en la cocina, con los brazos cruzados, diciendo casi lo mismo.
Madura. La música no te alimentará.
Una vez había huido de aquella voz. Ahora estaba aquí de nuevo, con una gorra de béisbol.

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Aparté los ojos de él y vi un cartel clavado en el poste del porche.
Las letras estaban torcidas pero eran claras: SE NECESITA NIÑERA. PARA LAS TARDES. LLAMA A RON.
"¿Buscas niñera?", pregunté, señalándolo.
El hombre entrecerró los ojos, estudiándome. "¿Tú?".

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"Doy clases cerca", mentí suavemente. "Y vivo cerca. Podría ayudar con los deberes. Soy tranquila".
Su boca volvió a torcerse, pero esta vez en una mueca.
"Envíame tus datos. Nada de cosas raras".
Antes de que pudiera responder, un movimiento me llamó la atención. Una sombra en el pasillo. Emma. La chica de la ventana. Me observó desde detrás de la pared, su mirada pasó de mi cara a mis manos, como si supiera que guardaban secretos.

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No habló, pero sus ojos pálidos ardían con una pregunta demasiado grande para las palabras.
***
Unos días después, dejaron a Emma con una lista de normas. Nada de televisión después de las ocho. Los deberes primero. Sin pantallas después de las nueve.
Ron me miró antes de marcharse.
"No dejes que vuelva a acercarse a ese piano", dijo, señalando con la cabeza la esquina donde estaba.
Cuando se cerró la puerta, Emma se quedó en silencio, abrazada a su mochila.
"¿Tienes hambre?", le pregunté.

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Ella negó con la cabeza.
"¿Sed?".
Otra sacudida.
Volví a intentarlo. "¿Quieres ver algo?".
Sus ojos parpadearon con cautelosa esperanza.

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La conduje hasta el piano de mi casa. Levanté la tapa. Las teclas brillaban bajo la luz de la lámpara.
"Esto era de tu abuela", dije en voz baja.
"Lo sé porque encontré su carta. Quería que tocaras".
Emma se quedó paralizada. Le tembló el labio. "Era nuestro. Papá lo vendió. Dijo que necesitaba un plan".
"Necesitas un piano", dije.

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Emma dio un paso adelante, casi con miedo. Tocó una tecla. La nota sonó clara. Se sentó, con las pequeñas manos revoloteando.
Cuando el reloj dio las nueve campanadas, suplicó: "¿Una vez más?".
Cuando por fin se detuvo, saqué el papel doblado del bolso y lo dejé sobre el atril. Emma leyó las palabras con los ojos muy abiertos. Le temblaban los dedos al trazar la letra de su abuela.
"¿De verdad escribió esto? ¿Para mí?".

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Asentí con la cabeza. "Ahorraba un dólar cada vez. Para ti. Creyó en ti cuando nadie más lo hacía".
Se le llenaron los ojos de lágrimas. "Papá dijo...".
Interrumpí suavemente. "A veces los padres tienen miedo. Quieren seguridad. Pero olvida que el ruido es la forma en que un pájaro atrapado encuentra el camino hacia el cielo. Tu abuela quería que volaras".

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Emma presionó las teclas con las palmas de las manos. Luego susurró,
"No me detendré. Nunca".
Volvió a tocar el vals. Esta vez tenía la espalda más erguida y la voz zumbaba con las notas. La música llenó mi pequeño apartamento, no sólo de sonido, sino de algo más cálido, más grande: esperanza.
La observé y pensé: Después de todo, la carta de Evelyn había encontrado las manos adecuadas. Y en ese momento, mi tranquilo apartamento dejó de serlo. Estaba vivo.
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Este artículo está inspirado en historias de la vida cotidiana de nuestros lectores y escrito por un redactor profesional. Cualquier parecido con nombres o lugares reales es pura coincidencia. Todas las imágenes tienen únicamente fines ilustrativos. Comparte tu historia con nosotros; tal vez cambie la vida de alguien.