
Madre soltera de tres acude a la lectura del testamento de su difunto esposo y descubre que la abogada era su amante – Historia del día
Megan se presentó para escuchar el testamento de su difunto marido, esperando un cierre, no una traición. Pero cuando el joven y pulido abogado leyó sus últimas palabras, Megan se enteró de lo impensable: se lo había dejado todo a ella. No a su esposa, sino a su amante. Y eso era sólo el principio.
El sol de la mañana se derramaba por el parabrisas como oro fundido, arrojando una suave luz sobre el salpicadero, pero Megan apenas podía mantener los ojos abiertos.
Le palpitaba la cabeza, le ardían los ojos y cada parte de ella se sentía pesada. El tipo de pesadez que no proviene de la falta de sueño, sino de la pérdida.
En el asiento trasero, Eli y Noah se peleaban por un envoltorio de bocadillo arrugado. Se arrugaba ruidosamente entre ellos mientras Noah gritaba: "¡Es mío!" y Eli respondía: "¡No, en mío!".
"¡Basta ya! Los dos!". Lily, su hermana, intentaba mantener la paz, con su vocecita tratando de sonar como la de un adulto.
"Se comportan como bebés".

Solo con fines ilustrativos | Fuente: Midjourney
"Chicos, por favor", dijo Megan, apretando los dedos alrededor del volante.
Su voz era tranquila, pero tenía un tono agudo, una grieta bajo la superficie. "Paren cinco minutos, ¿vale? Por favor".
El automóvil se sumió en un silencio breve y tenso.
Ser madre de tres nunca había sido fácil. Megan había aprendido a hacer malabarismos con los almuerzos, la ropa sucia, las fiebres nocturnas y los juguetes rotos. Pero hoy sentía como si el peso del mundo recayera sobre sus hombros.
Hacía dos semanas, Tom, su marido, el padre de los niños, la única persona que solía equilibrarla, había fallecido.
Los niños seguían riendo, discutiendo y jugando como siempre. No entendían del todo lo que había pasado.

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Pero Megan sí.
No podía permitirse el lujo de derrumbarse. Ni ahora ni nunca. Ni nunca. Tenía que ser su ancla, su escudo.
Los dejó en el colegio. Noah corrió delante. Lily saltó, con su coleta rebotando. Pero Eli-Eli se quedó.
Salió del automóvil lentamente, arrastrando la mochila. Megan vio la tristeza en sus ojos, el peso que intentaba ocultar.
"Hola", le dijo suavemente, saliendo del coche y caminando hacia él.
Se agachó, de modo que quedaron frente a frente, y le puso las manos sobre los pequeños hombros.
"Vamos a estar bien".

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Él no dijo nada. Sólo bajó la mirada.
"Superaremos lo que venga. Te lo prometo". Ella le pasó los dedos por el pelo como solía hacer Tom.
Él asintió, lento e inseguro, y se volvió hacia las puertas de la escuela.
Megan volvió al automóvil. El silencio era ahora más fuerte que el caos anterior.
Levantó la mano para bajar el parasol, con la esperanza de bloquear la intensa luz del sol. Algo se deslizó y revoloteó sobre su regazo.
Era una foto, una vieja Polaroid con los bordes ligeramente curvados por el tiempo. Eran ella y Tom, riendo en alguna playa.

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Con el pelo revuelto por el viento, las mejillas bronceadas y los brazos entrelazados como si nada pudiera romperlos.
Se quedó sin aliento.
Las lágrimas brotaron deprisa, demasiado deprisa para detenerlas. Su cuerpo tembló mientras se inclinaba hacia delante, apoyando la frente en el volante.
La pena la golpeó como una ola, de las que te hunden.
Pasaron diez minutos hasta que por fin se incorporó, se secó la cara con ambas manos y susurró: "Sé fuerte".
Después arrancó el automóvil y se dirigió al despacho del abogado.

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El bufete estaba demasiado limpio, demasiado tranquilo. El olor a cera de limón se mezclaba con algo ligeramente metálico, quizá de los archivadores o del aire acondicionado.
Megan se quedó un segundo en la puerta, ajustándose la blusa y quitándose las pelusas invisibles de la falda.
Quería parecer arreglada, como alguien que tuviera el control. Pero los dedos le temblaron un poco al abrir la puerta.
Una mujer vestida con un traje azul marino salió a recibirla. Era alta y pulcra, iba perfectamente maquillada y llevaba el cabello rubio recogido en un rizo.
Su sonrisa era afilada, como si la hubiera practicado delante de un espejo.

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"Tú debes de ser Megan", dijo. "Soy Jennifer Green, la abogada de Tom".
Megan parpadeó. El nombre no significaba nada para ella. "¿Eras su abogada?", preguntó, con la voz quebrada por la incredulidad.
Jennifer asintió y le entregó un portapapeles. "Sí. Leeré el testamento final de Tom".
Megan tomó el portapapeles y firmó rápidamente, con la mano apretando el bolígrafo.
"Acabemos con esto de una vez. Tengo tres hijos y demasiadas cosas de las que ocuparme".
"Por supuesto", respondió Jennifer con suavidad, sentándose detrás de su escritorio con demasiada soltura. Otra vez aquella sonrisa: no parecía cálida. Era engreída.

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Jennifer abrió la carpeta que tenía delante y empezó a leer.
"Testamento final de Thomas Carter... punto uno: la casa familiar... punto dos: vehículo... punto tres: cuentas bancarias...".
Megan escuchó, con el rostro inexpresivo. Todo aquello era de esperar.
Entonces...
"Y dejo todos los bienes y propiedades a Jennifer Green".
Las palabras golpearon como un puñetazo. Megan parpadeó. "Espera. ¿Qué acabas de decir?".
Jennifer levantó la vista, con el rostro sereno. "Tom me lo dejó todo a mí".

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"¿A ti?". La voz de Megan se quebró. "Tú eres la abogada. Eso ni siquiera tiene sentido".
"Sólo sigo sus instrucciones", dijo Jennifer, cruzándose de brazos como si se estuviera preparando para una reunión del consejo de administración.
"Fue decisión suya".
Megan se levantó con rapidez y su silla chirrió con fuerza tras ella. "No. No, esto está mal. Te acostabas con él, ¿verdad?".
Jennifer no se inmutó. Sólo ladeó la cabeza, como si estuviera aburrida de fingir. "Me quería".
A Megan se le apretó el pecho. La oficina empezó a desdibujarse por los bordes.
Dio un paso atrás, apenas capaz de respirar. "Te arrepentirás de esto", dijo, con la voz baja y temblorosa.

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Jennifer no respondió.
Megan no esperó a que lo hiciera. Giró sobre sus talones y se marchó, con el sonido de sus pasos golpeando el suelo como único elemento que la mantenía erguida.
Aquella misma tarde, Megan entró en el aparcamiento del instituto, intentando olvidar el susto de la mañana.
Eli y Noah llegaron corriendo, con las mochilas rebotando, gritando sobre quién había ganado al kickball. Lily los seguía de cerca, con una corona de papel que había hecho en clase.
"Mamá, ¿qué hay para cenar?", preguntó Noah, subiendo al asiento trasero.
"¿Podemos comer tortitas?", añadió Lily, ya abrochándose el cinturón.

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Megan sonrió débilmente. "Ya veremos, cariño". Su voz era firme, pero no parecía la suya. Mantuvo la sonrisa, aunque sentía que el corazón se le derrumbaba.
Eran ruidosos y estaban hambrientos y llenos de preguntas, como siempre. Y aún no se atrevía a decirles la verdad.
Cuando llegaron a la entrada, a Megan se le hundió el estómago. Un hombre vestido con un traje oscuro esperaba en el porche. Llevaba una carpeta en la mano y parecía alguien que diera malas noticias.
"¿Señora Carter?", le preguntó cuando ella salió del automóvil.
"¿Sí?".

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"Vengo en nombre del propietario. Me temo que tendrá que desalojar la casa en un plazo de siete días".
Ella lo miró fijamente, congelada. "¿Qué? No. Tiene que haber un error. Tengo tres hijos".
"Lo siento", dijo él, pero su voz era plana. "Todo es legal. Se ha transferido la propiedad".
Megan suplicó. Alzó la voz. "Por favor, ésta es nuestra casa. Mis hijos...".
Pero el hombre se limitó a encogerse de hombros. "No puedo hacer nada".
Dentro, Megan cerró la puerta tras de sí y se deslizó hasta el suelo. Tenía la espalda apoyada en la madera y las manos en el regazo, inútiles.

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Todo se le escapaba de las manos: su matrimonio, su hogar, la vida que creía tener.
"¿Mamá?". La voz de Noah ahora era pequeña. Estaba a unos metros, con la mochila en la mano. "¿Estaremos bien?".
Megan lo miró, con la garganta apretada. Quería decir que sí. Quería prometérselo todo. Pero no le salieron las palabras.
Aquella noche, cuando los niños se durmieron, entró en el dormitorio y abrió el armario de Tom. Sus camisas aún colgaban pulcramente, aún olían a él.
Empezó a bajarlo todo, dispuesta a tirarlo.

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Una chaqueta se le escapó de los brazos y cayó al suelo.
Algo se deslizó desde el bolsillo y aterrizó cerca de sus pies.
Un sobre cerrado.
Lo recogió, mirando fijamente su nombre escrito con la letra de Tom.
Con manos temblorosas, Megan rompió el sello del sobre. Le temblaron los dedos al desplegar el papel que había dentro.
Un vistazo a la letra y se le cortó la respiración. Era de Tom. Reconocería aquellas letras desordenadas e irregulares en cualquier parte.

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Sus ojos se movieron lentamente por la página.
Megan, si estás leyendo esto, significa que me he ido. Sé que ya le he dado una copia del testamento a Jennifer, pero he empezado a dudar de ella. Hay algo que no encaja. Por si acaso... aquí tienes la versión real. Dáselo a un buen abogado. Uno en quien confíes. Fuiste lo mejor que me ha pasado nunca. Lo siento si alguna vez te hice sentir lo contrario. Te quiero. Siempre tuyo. Tom
Megan se tapó la boca con la mano. Le ardían los ojos. Por un momento se quedó sentada, con la carta pegada al pecho.
Dentro del sobre había otro papel doblado, un documento de aspecto oficial. Un segundo testamento.
Lo abrió y leyó con atención. Sentía cada palabra como una bocanada de aire después de haber estado bajo el agua.

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La casa. Los ahorros. Todo. Se lo habían dejado a ella y a los niños.
Le temblaban los hombros. Pero esta vez no era tristeza.
Era rabia.
Jennifer había mentido. Había engañado a todos. Había intentado robar lo que Tom había dejado para su familia.
Megan se secó las lágrimas, pero ahora tenía las manos firmes. Su corazón latía fuerte en su pecho.
Ya no estaba rota. Estaba preparada.
No se trataba sólo de lo que se había llevado. Con la voluntad real, los días de Jennifer estaban contados.

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Se trataba de lo que iba a recuperar.
En una semana, todo cambió.
Megan no perdió ni un segundo. A la mañana siguiente, llamó a Carol Reynolds, una abogada local conocida en la ciudad por su actitud sensata y su agudo sentido de la justicia.
Carol tenía unos sesenta años, rizos grises y gafas de lectura que colgaban de una cadena que llevaba al cuello.
Escuchó atentamente mientras Megan se lo contaba todo, luego asintió y dijo: "Arreglemos esto".

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El juicio fue más rápido de lo que Megan esperaba. Carol trajo el testamento real, la carta de Tom y la historia que Megan había vivido. La verdad salió a la luz como la luz del sol entre las nubes. Jennifer había quedado al descubierto: había falsificado el testamento, había mentido y casi se había salido con la suya.
No lo consiguió.
El tribunal le retiró la licencia de abogada. Se presentaron cargos. Megan no sintió alegría al verla caer, sino alivio. Como si por fin se hubiera quitado un peso de encima.
Al final, Megan se quedó con la casa. El automóvil. Los ahorros. Pero, sobre todo, conservó algo más profundo: el hogar de sus hijos.
Su lugar seguro. Una parte de la vida que ella y Tom habían construido juntos.

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Una cálida mañana de domingo, Megan estaba sentada en el porche. Los niños reían en el patio, persiguiéndose bajo la suave brisa.
Tenía el café caliente en las manos. Los árboles se mecían suavemente, la luz del sol parpadeaba entre las hojas.
La vida no era perfecta. Seguía echando de menos a Tom. Aquel dolor no se había ido. Pero ya no la dominaba.
"¡Mamá!", llamó Lily, corriendo con un ramo de flores silvestres. "Son para ti".
Megan sonrió y las tomó. "Son preciosas, cariño. Gracias".
Miró al cielo, con ojos suaves, y susurró: "Estaremos bien".
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Este relato está inspirado en la vida cotidiana de nuestros lectores y ha sido escrito por un redactor profesional. Cualquier parecido con nombres o ubicaciones reales es pura coincidencia. Todas las imágenes mostradas son exclusivamente de carácter ilustrativo.