
El pasajero que se burló de mí delante de todos en el avión estaba sentado en la casa de mi madre a la mañana siguiente, usando su bata – Historia del día
Tras el peor vuelo de mi carrera, me moría de ganas de olvidar al arrogante pasajero que me humilló delante de todos. Pero a la mañana siguiente, entré en la cocina de mi infancia y lo encontré sentado a la mesa... usando la bata de mi madre.
Hay algo surrealista en estar en el cielo. Cuando estás a miles de metros sobre el suelo, todo lo demás se desvanece: el ruido, el estrés, el desorden de la vida cotidiana. Allí arriba, sólo hay metal y viento.

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Convertirme en azafata era el sueño al que me aferraba obstinadamente cuando todos los demás me decían que debía "buscarme una carrera de verdad". Me daba igual.
Conseguí el trabajo, conseguí el uniforme, conseguí las alas. Pero nada en la formación me preparó para aquel vuelo. El que casi me hizo entregar la placa.
Empezó como cualquier otro turno. Pero en el asiento 3A se sentaba un hombre que convertiría todo el vuelo en una pesadilla de combustión lenta.

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Alto, engreído, probablemente treintañero, reloj caro, mueca cara. Me dirigió esa mirada en cuanto le ofrecí una bebida de jengibre, la mirada que me despojó del uniforme y me redujo a un objeto andante.
"Eres demasiado linda para ser azafata", me dijo.
"¿Desea algo más, señor?".

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Se inclinó más hacia mí. "Sí. Una cita después de aterrizar, nena".
"No, gracias".
Sus ojos se entrecerraron y sentí que el aire se movía. El resto del vuelo fue una lenta espiral.
"Pedí jugo de tomate. ¿Tan difícil es?", ladró, aunque yo recordaba claramente que había dicho naranja.

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Chasqueó los dedos cuando pasé a su lado. Derramó cacahuetes por el suelo y luego me llamó para que lo limpiara, diciendo,
"Bueno, básicamente eres una sirvienta en las alturas, ¿no?".
Los pasajeros giraron la cabeza. Algunos fruncieron el ceño, otros apartaron la mirada. A la segunda hora, me temblaban las manos cada vez que pasaba por delante de su fila.
El golpe final llegó durante el servicio de bebidas, cuando le pedí, con calma, en voz baja, que por favor dejara de gritar.

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Tomó su taza de té, me miró con gélida diversión y, con un movimiento de muñeca, me la vertió por la blusa. El líquido no estaba tan caliente como para quemarme, pero sí lo suficiente como para hacerme dar un grito ahogado y retroceder.
De su asiento brotaron carcajadas.
No recuerdo haber terminado el vuelo. Sólo recuerdo que me encerré en el lavabo y lloré en silencio, mordiéndome el labio hasta saborear la sangre, rezando para que las ruedas tocaran ya tierra.

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Cuando por fin aterrizó el avión, me sentí como si hubiera salido de una pesadilla.
Observé a aquel pasajero pavonearse por el pasillo con su equipaje de mano, la cabeza alta, como si no acabara de hacer que alguien se sintiera más pequeño que una mota de polvo. Me dije que no tendría que volver a verlo.
Me equivocaba.

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Tenía unos días libres y había planeado pasarlos en casa de mi madre. Vivía en el mismo barrio tranquilo en el que yo había crecido, aquel en el que mi nombre seguía grabado en la acera de su casa.
Mis padres se habían separado hacía un año, pero yo seguía queriéndolos a los dos. Mi padre se había mudado al otro lado de la ciudad y rara vez me llamaba, a menos que fuera mi cumpleaños.

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Mi turno terminó tarde. Cuando llegué a la entrada de la casa de mi madre, era casi medianoche.
Todas las ventanas estaban a oscuras.
No quería despertarla, así que entré con la llave de repuesto que había debajo de la maceta, caminé de puntillas por el familiar pasillo y me metí en la cama sin encender ni una sola luz.

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A la mañana siguiente, el olor a panqueques me hizo sonreír incluso antes de abrir los ojos.
Pensé que tal vez mamá se había acordado de que venía, su forma silenciosa de decir "bienvenida a casa". Bajé las escaleras, aún medio dormida, con un cálido dolor de nostalgia en el pecho.
"Buenos días", dije, entrando en la cocina.
Mamá se giró sorprendida. "¡Tessa! ¿Ya estás aquí?"

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"Llegué tarde, no quería despertarte. ¿Hiciste panqueques?"
Se rió. "No para ti. Para Mike. Está obsesionado con ellos".
"¿Mike?"
Antes de que pudiera contestar, entró un hombre con el albornoz de mamá y mi taza favorita en la mano. Era ÉL. El pasajero. La cara engreída, la misma sonrisa chulesca. Aquí. En NUESTRA casa.

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No dije ni una palabra. Miré a mi madre y luego a él.
"¿Podemos hablar? En privado".
"Um... claro".
La conduje a la habitación contigua y cerré la puerta.

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"Ese hombre estuvo ayer en mi vuelo. Me echó té caliente encima. Se burló de mí delante de todo el avión".
Mamá me miró fijamente, frunciendo el ceño.
"¿Qué?"
"Hablo en serio. Coqueteó conmigo, le dije que no y se volvió cruel. Fue humillante".
"Tessa... Creo que estás exagerando. Mike nunca ha sido más que amable conmigo".

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La miré fijamente. "Me acosó delante de los pasajeros, ¿y tú lo defiendes?".
"Sólo te molesta que salga con alguien. Nunca te gustó la idea de que volviera a salir con alguien".
"No se trata de que salgas con alguien. Se trata de con quién sales".
"Por fin me siento feliz, Tessa. Tal vez, en vez de juzgar, intentes darle una oportunidad".

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"No sabes quién es".
"Y tú ya no eres una niña", ella exhaló y ya se acercaba a la puerta. "Los panqueques se van a quemar".
La seguí, entumecida, de vuelta a la cocina, donde Mike ya tenía medio plato. Me sonrió como si compartiéramos alguna broma privada.

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No voy a dejarlo pasar.
No cuando estaba allí sentada dándole panqueques a un hombre que me había humillado delante de una cabina llena de desconocidos. No cuando ella lo defendió a él en vez de a mí. Necesitaba demostrar quién era realmente.
Aquella tarde, mientras mamá y Mike salían a hacer las compras, me colé en el dormitorio. Su bolso de viaje estaba abierto, con la ropa medio doblada, como si ya hubiera reclamado el espacio.

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Al principio, no había nada: camisas de diseñador, gafas de sol, una cámara, una cantidad estúpida de productos para el pelo. Y entonces encontré un pequeño cuaderno negro. Estaba lleno de nombres. De mujeres. Detalles.
"Le gusta el vino tinto. Colecciona cucharas antiguas. Teme a los gatos".
Un perfil de cada una. Como expedientes de casos. Cerca de la parte de atrás, encontré uno con el nombre de mi madre. Su marca de té favorita, el nombre de su peluquero y una nota que decía que le gustaba que la llamaran cariño por las mañanas. Se me revolvió el estómago.

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Entonces la vi, una tarjeta de visita brillante, pegada entre las páginas como un marcapáginas.
Carlos Encantador Profesional
Para cuando el amor necesita un poco de ayuda
Número de teléfono. Página web. Y nada más. Tecleé el sitio en el portátil de mamá. Era hábil, vago y aterrador.
"Venganza. Pruebas de lealtad. Distracciones. Cierres emocionales".
Sin fotos, sólo promesas. Servicio anónimo. Rupturas limpias. Daño emocional garantizado.

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Me quedé mirando la tarjeta y tomé el teléfono. Ni siquiera respiré cuando sonó.
"Al habla", dijo la voz al otro lado, suave, divertida e inconfundiblemente suya.
Colgué.
Se me erizó la piel mientras lo dejaba todo exactamente donde lo había encontrado. No podía decírselo a mamá, todavía no. No me creería. Pero conocía a alguien que podría hacerlo.

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Aquella noche fui a ver a mi padre. No habían hablado mucho desde el divorcio, pero si alguien conocía a mamá, era él.
Se reunió conmigo en una cafetería tranquila, con aspecto agotado y distraído, como siempre. Pedimos la comida, charlamos un poco. Entonces me incliné hacia él.
"Necesito hablarte de algo. Es sobre mamá".

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"¿Qué pasa con ella?"
"Está saliendo con alguien. No es quien dice ser. Es un seductor a sueldo. Su verdadero nombre es Carlos".
Papá bajó lentamente la taza.
"¿Y?"
"Y tiene como objetivo a mamá. Por dinero. Por venganza. Por algo".

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"No es mi problema".
"¿No es tu...? Es tu ex mujer, la madre de tu hija. La tienen en el punto de mira".
Se echó hacia atrás. "Quizá debería tener más cuidado con quién deja entrar en su vida".
Entonces llegó la cuenta. Se metió la mano en el bolsillo, sacó la cartera y la deslizó por la mesa.
"Paga esto por mí, ¿quieres? Tengo que ir al baño".

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Me quedé mirando la cartera de cuero desgastado durante un largo segundo, y luego la abrí. Dentro había un revoltijo de recibos, unos cuantos billetes arrugados y otra tarjeta.
Idéntica a la que encontré en el cuaderno de Carlos. Saqué el teléfono, abrí la grabadora de voz y le di a grabar. Cuando papá volvió, dejé la cartera con cuidado sobre la mesa.

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"Qué curioso. Tú también tienes su tarjeta de visita".
La cara de papá no se movió.
"Tú lo contrataste", añadí.
Miró por la ventana. "Se lo llevó todo. La casa, el dinero, los años. Le di mi vida y ella siguió adelante como si nada".

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"¿Así que enviaste a alguien para destruirla? ¿Para humillarla?"
"Quería que sintiera lo que yo sentí. Utilizado. Abandonado".
"No te importa que sea feliz".
"Se suponía que nunca iba a ser feliz sin mí".

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Me ardía el pecho.
"Eres repugnante".
Papá no me siguió cuando me fui.
***
Aquella noche, más tarde, me senté frente a mamá y Mike en el salón, con los dedos apretando el teléfono. Estaban acurrucados juntos en el sofá, viendo algo sin sentido, riendo.

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"Tengo algo que decirles" -dije-. "Y quiero que lo oigan los dos".
Carlos levantó la vista perezosamente. Mamá silenció el televisor. Saqué el móvil y pulsé el botón de reproducir.
La voz de papá llenó la habitación.
Se lo llevó todo. Quería que ella sintiera lo que yo sentía.
Se suponía que nunca sería feliz sin mí.

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Mamá parpadeó. "¿Qué... qué es esto?".
A Carlos se le borró la sonrisa. Me volví hacia él.
"No te llamas Mike. Te llamas Carlos. Eres un actor a sueldo. Seduces a mujeres por encargo. Mi padre te pagó para que arruinaras a mi madre".
Carlos se levantó. "No es lo que piensas".

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Mamá se volvió hacia él. "¿Es verdad?"
"Sólo estaba haciendo un trabajo".
Eso fue suficiente. Le dio una bofetada tan fuerte que se tambaleó. "Fuera de mi casa".
"Espera, no quería que fuera así. Sé lo que parece, pero...".

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"¡Fuera de mi casa!", gritó mamá. "¡Toma tus mentiras y lárgate!"
Carlos vaciló, intentando decir algo más, pero ella ya se dirigía furiosa hacia el pasillo. Tomó su bolsa de viaje y la tiró fuera.
"Espera, deja que te lo explique", suplicó.

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Abrió de un tirón la ventana delantera, tomó el resto de sus cosas, la chaqueta, los zapatos, el cepillo de dientes, y las arrojó una a una al césped.
"¡Confiaba en ti!", gritó mamá.
Carlos se quedó helado, como si no supiera si avergonzarse o enfadarse.
Pero al final no dijo nada.

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Mamá cerró la puerta y se apoyó en ella, temblando. Crucé la habitación y la abracé.
"Lo siento", susurré.
"No", dijo entre lágrimas. "Siento no haberte creído. Debería haberlo sabido".
"Querías que te quisieran. Eso no tiene nada de malo".

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Me miró. "¿Cómo caí en esto?"
"Porque aún tienes corazón".
"Y aparentemente un radar terrible".
"Encontrarás a alguien de verdad. Cuando llegue el momento".
Me tocó la cara. "Al menos te tengo a ti".
"Siempre".

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Esta pieza está inspirada en historias de la vida cotidiana de nuestros lectores y redactada por un escritor profesional. Cualquier parecido con nombres o lugares reales es pura coincidencia. Todas las imágenes tienen únicamente fines ilustrativos. Comparte tu historia con nosotros; tal vez cambie la vida de alguien.